La hoguera repiquetea en su lecho, crujiendo los retazos de un ser que donó su esencia para tanto. Su calor inunda las paredes que me embargan. En el exterior, ajeno a mi estar, el viento ulula tembloroso, anunciando una dificultad anticipada.
Las rígidas ventanas se sostienen fruto de las reparaciones que le hiciste. Mi hogar se mantiene protegido, cálido, seguro. En sus entrañas encuentro lo que necesito para mantenerme a salvo.
Las letras del manuscrito se desdibujan bajo mis párpados agotados. Conozco bien la necesidad de descanso que atenaza a mi cuerpo combatido por el exceso. Pero la incerteza de mi mente me mantiene alerta, demasiado preocupada por permanecer a solas con ella.
Me desperezo para dar espacio a mis músculos agarrotados. Chasquean como la leña por el contacto con el aire. Un relámpago sube desde el centro de mi abdomen hasta mi diafragma y me atraviesa veloz.
« ¡Alerta! Ya llegó».
Las manos tiemblan ante el exceso de cortisol que comienza a irradiar mis vasos sanguíneos. Se activa mi respiración, mi corazón se acelera y mis pupilas se dilatan prestas a reconocer el peligro que me acecha.
Mi cuerpo se tensiona, fuerte y firme y en esa posición interna de lucha, mi respiración se agita incesante, oxigenando en exceso un cuerpo a salvo de todo menos de sí mismo.
Mi cuello gira sin mi permiso, analizando el espacio que me rodea. Mi mente invita con prisa a mi cuerpo a vislumbrarse ante el espejo.
«¡Hay peligro! ¿No lo ves?».
Mis pies le obedecen sin mi permiso y me llevan delante de un reflejo que muestra todo menos la verdad.
Mi mirada ha cambiado. No está nublada por el cansancio, sino acelerada por la adrenalina.
«¡No hay tiempo! Es ahora o nunca. Busca, encuentra, hay que identificarlo».
Mis manos retiran las capas de tejido que cubren mi piel. Buscan sin cesar una prueba de la sensación que me ha roto en pedazos y ha destruido mi tranquilidad.
Una luz se asoma por la ventana. Va y viene. Mi ser, todavía en alerta, desconfía de todo y de todos. Oteo el horizonte en busca de aquella intrusa en mi oscuridad. El faro del puerto mantiene su danza con los barcos y el mar. Su mirada se ha posado en mí para hacerme despertar.
Una lágrima, otra, otra… Un torrente, una fatiga harto conocida.
«No puedo más…».
Un susurro repleto de tanta carga que este cuerpo formado ya no puede sujetar. Mis rodillas ceden ante el peso de las heridas que me fueron regaladas y a las que no supe renunciar. El suelo frío de mi alcoba se queja de la falta de calor que la chimenea no le pudo otorgar.
Sin embargo, me despierta. Su contacto es un regalo en la presión de la vergüenza, que sigue inundando mis ojos tras conocer la verdad. Una verdad, esa verdad. Mi mente y mi cuerpo se han conjugado en el instinto más antiguo de nuestra existencia: el miedo a perecer, a sufrir, a dolerse hasta morir.
Mis rodillas se curvan y se ajustan en el hueco que mi pecho y mi abdomen dejan al flexionarse. Mi nuca se estira escondiendo mi rostro entre mis brazos, que acomodan el contorno de mi cuerpo herido y agitado, cual criatura asustadiza ante la presencia de un depredador.
La respuesta de la calma demorará su presencia. Un tiempo eterno se presenta en otra noche oscura, rescatada por el aliento de la luz que todo lo vigila para evitar el choque inesperado de la imprudencia.
Desconsolada y frágil, mis párpados apagan mi mirada y el llanto obtiene su efecto narcótico. En el contacto con el frío suelo, mis oídos recuperan la música del ser que se convirtió en leña para darme calor. Y en el cantar eterno del universo, encuentro consuelo, al comprender que la danza de la vida me ha otorgado el recuerdo de un alma que me protege, por encima de todo pesar, en el ciclo de la existencia.